30 de diciembre de 2010

ANTE EL UMBRAL DEL TIEMPO

            No se movía. Parecía que lo tenía muy claro minutos antes, pero ahora en el momento previo, era incapaz de moverse. No sabía de donde habían salido esos miedos. No sabía si eran racionales. Solo sabia que habían aparecido al parase a pensarlo.
Ya estaba allí, apunto de subir ese peldaño, su pie rozaba el escalón. Ya está, todo esta hecho, todo ha pasado. Mal o bien, no importa ya. Lo pasado, pasado esta. Tenia que pasar de nivel, pasar de pantalla, a la siguiente plataforma, un capítulo más. Sólo tenía que pasar la página y lo conseguiría.
Aunque no quisiera, sabía que tarde o temprano su pie acabaría tocado el suelo, que avanzaría ese espacio. Porque no era cuestión de espacio, ni de altura, sino de tiempo. Ese que pasa, que alguien decidió medirlo en segundos, minutos, horas, días, meses y años; en un extraño sistema, pero que resultaba muy fácil: 60, 60, 24, 30, 12…
Pero aquel no era un minuto más, no era el último segundo de un día cualquiera. Sabia que después de ese iba a ir otro, y luego otro y así días, semanas y meses. Y lo inevitable, lo que nunca se paró a pensar, pero siempre supo que llegaría, estallará contra su cara. Como un bofetón, su vida cambiará. Más bien su vida empezará.
Lo sabía. Lo sabía y cuanto más lo pensara sería peor. Cuanto más lo pensara más lo embriagaría el miedo. Cuanto más lo pensara más crecería ese torbellino de su interior que le mariposeaba el estómago. Lo sabía.
Al dar ese paso, tendría que dar el siguiente, era inevitable. Y así uno detrás de otro, hasta que la calle, la acera, terminara y tendría que dar la vuelta a la esquina. Pero de allí no sabía nada. Imaginaba que el color del asfalto, de la acera, serían los mismos. Pero no sabía más. Ni de eso estaba seguro. La pared se lo tapa. Ladrillo visto, sólo eso. Sólo rojo y macizo ladrillo visto.
Además sabía que al dar esa esquina, se encontraría sólo. Esos que detrás de él y a su lado caminaban, no lo acompañarían. No los vería más. No los vería, a no ser por los huecos que iría dejando el ladrillo pero que cada vez se harían más pequeños. Lo sabía.
Unos seguirían ese mismo camino por el que andaba. Otros girarían para un lado. Muy pocos, posiblemente ninguno. Las noticias vendrían pero poco dejaría de haberlas. Los contactos, algunos seguirían, pero las calles son largas y los muros gruesos.
Quería volver. Después de dar la esquina, acortar lo máximo esa nueva calle y volver. Pillar, si eso, un atajo y volver. Volver, después del tiempo. Volver, si eso, con el tiempo. El tiempo, el tiempo.
Pero qué sabía, de verdad sabía esa calle que veía pero no sabía más. Igual no habría atajos más allá. Por mucho que quisiera igual no podría volver. Se tendría que contentar con mirar por los huecos del ladrillo roto o ni eso. Igual los huecos ya no le atraerían. Qué sabía. No podía saberlo, no podía intentar vencer el tiempo. El tiempo. Ese tiempo que ahora pasaba y que su paso le hacía tener miedo. Ese miedo, esa intriga. El tiempo que le quitaba la calma. El tiempo que, aunque, dudara, lo haría avanzar, siempre hacia delante. Como los cerdos, siempre hacia delante, girando, callando, variando, pero siempre hacia delante, nunca marcha atrás, nunca sobre sus pasos.

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